Fuentes:
Rebelión
La
«Guerra Integral» ha sido una estrategia estadounidense para
desestabilizar a gobiernos que no responden a sus intereses.
Guatemala la estrenó en 1954 con un golpe de Estado. Luego siguió
Cuba, luego…
Richard
Nixon, vicepresidente de Dwight Eisenhower, se ofreció para
supervisar los preparativos de invasión a la Cuba revolucionaria.
Era marzo de 1960. Allen Dulles, jefe de la CIA, sería su segundo.
John Foster, hermano de Allen y jefe del Departamento de Estado, no
podía faltar.
Además
de ser pesos pesados, tenían el prestigio de haber derrocado en
Guatemala al gobierno demócrata de Jacobo Arbenz, en junio de 1954.
Ahí, bajo responsabilidad de CIA, se había utilizado por primera
vez la «Guerra Integral»: acciones psicológicas de propaganda
(creando emisoras y pagando a los principales medios para que se
propagaran mentiras que infundieran miedo, como la llegada del
comunismo perverso y ateo); el cerco diplomático (apoyándose en la
OEA y la ONU); y el saboteo económico (nadie podía venderle ni
comprarle).
Ah, sin
olvidar a las fuerzas paramilitares mercenarias que la CIA preparó y
armó en Honduras y El Salvador, las que entraron al país e hicieron
huir al presidente, ante un pueblo inmovilizado. Las reformas para
mejorar la vida de las mayorías, indígenas bien pobres, emprendidas
por Arbenz humo se volvieron. La reivindicación ante Washington del
derecho a la soberanía nunca se volvió a mencionar.
En
Washington estaban seguros que aplicando la experiencia guatemalteca,
Fidel Castro y los suyos caerían más rápido que contar hasta dos.
Había que extirpar al «mal ejemplo», ese que mostraba que era
posible dar vivienda, salud, tierra y educación a los pobres.
Además, horror de horrores, los revolucionarios reivindicaban la
soberanía ante los designios de Washington.
Llegó el
saboteo económico: dejaron de comprarle azúcar, principal fuente de
divisas. También amenazaron a países con represalias si le vendían
o comproban. Había que doblegar a su pueblo por hambre; o hasta que
se levantara contra su dirigencia (Washington persiste, la Revolución
no cede).
Llegó la
guerra psicológica. Desde sus inicios fue tan perversa que la
prensa, principalmente de América Latina, llegó a repetir que
Fidel, comunista y ateo, había ordenado arrebatar los niños a los
padres para enviarlos a Moscú, donde los mataban, trituraban y
devolvían en conservas. No miento ni exagero. Aunque más se repitió
que Cuba era un peligro para nuestra civilización cristiana y la
democracia (persisten en repetirlo).
Mientras
se daba el cerco diplomático, que tuvo una primera cúspide con la
expulsión de la OEA (la declaración fue redactada por la delegación
colombiana).
Dos
novedades se añadieron a lo utilizado contra Arbenz: una, liquidar a
los jefes de la Revolución, empezando por Fidel y Raúl Castro y al
Che Guevara; dos, para esto realizaron acuerdos con la mafia
italo-estadounidense, que aceptó gustosa pues la Revolución estaba
cerrando sus negocios.
Ah, y
claro, la CIA creó una inmensa fuerza mercenaria que entrenó en
Miami y Centroamérica, principalmente en Guatemala. Ya era
presidente John Kennedy cuando salieron desde Guatemala hacia Bahía
de Cochinos cinco barcos «mercantes», cuya mercancía eran unos
1500 mercenarios muy bien armados. El 17 de abril de 1961 tocaron
tierra cubana, apoyados por aviación.
Los
revolucionarios estaban modestamente armados. En Washington se sabía.
Con la prepotencia que ya los caracterizaba, seguramente vieron como
«mierditas» a milicianos, obreros, campesinos y pescadores que los
iban a enfrentar. Jamás imaginaron encontrar a la unión
cívico-militar convertida en un escudo repleto con dignidad de
Patria.
En 72
horas el imperio estadounidense recibió la primera derrota militar
de su historia (luego llegaría Vietnam). Y tuvo que tragarse el
amargo de su propia mierda, pues Kennedy debió aceptar públicamente
la humillación.
Qué
hermoso es ver esas imágenes donde los mercenarios capturados, con
rostro de vencidos y pánico, son vigilados por orgullosos
jovencitos.
En julio
de 1979 la guerrilla Sandinista se toma el poder en Nicaragua,
acabando con cuarenta años de la sangrienta dictadura de los Somoza,
creada y siempre amamantada por Washington.
Inmediatamente
los sandinistas empiezan a repartir tierras, viviendas, educación y
salud. Hacían milagros, pues el país estaba en la miseria, no solo
por la larga guerra de liberación sino porque los Somoza, sus amigos
y las empresas estadounidenses se habían llevado todo lo de valor
que pudieron cargar. Además, horror de horrores, los revolucionarios
reivindicaron la soberanía ante los designios de Washington.
En enero
de 1981 el mediocre actor de cine, Ronald Reagan, llegó a la Casa
Blanca. Su vicepresidente fue George Bush, de familia petrolera en
Texas, venía de ser el jefe de la CIA. Veinte años atrás había
coordinado los «mercantes» que llevaron a los mercenarios hacia
Bahía de Cochinos. Durante ocho años este gobierno funcionó así:
Reagan hablaba y sonreía, mientras Bush manejaba todo. Y todo,
quiere decir ¡todo!
En su
primer discurso Reagan repitió lo repetido como candidato: el
gobierno Sandinista «constituye una amenaza excepcional para la
seguridad de Estados Unidos». Incrédulos, muchos sonreímos, pues
era difícil creer que asegurara esto de una de las naciones más
pobres del mundo. Pero se vino sobre Nicaragua, la revolucionaria que
quería dejar cenicienta, toda la maldad de la primera potencia del
universo y sus alrededores.
Se le
aplicó con saña la «Guerra Integral» de Guatemala, pero mejorada
con lo aprendido en Cuba, y actualizada con lo realizado contra el
derrocado gobierno de Salvador Allende en Chile.
Es así
que casi todo el equipo de expertos de la CIA que habían actuado
contra Guatemala, Cuba y Chile fueron ahí aprovechados.
La guerra
psicológica fue constante: radios desde Honduras, El Salvador y
Costa Rica (la «neutra»), contaban de crímenes horribles cometidos
por Sandinistas, que jamás habían sucedido. También narraban que
se estaban enviando niños a la Cuba comunista para comerlos. Que los
abuelos eran matados para convertirlos en el jabón que estaba
faltando en los mercados. Quien no me crea que busque: no tendrá que
escarbar mucho en Google para encontrar las fuentes oficiales.
Llegó
cerco diplomático (apoyándose en la OEA y la ONU).
Llegó el
saboteo económico (nadie debía venderle ni comprarle). Había que
acabar con la Revolución doblegando a su pueblo por hambre; o hasta
que se levantara contra su dirigencia.
Ah, sin
olvidar a las fuerzas paramilitares mercenarias que la CIA preparó y
armó en Honduras, El Salvador y Costa Rica (la «neutra»): Reagan
las denominó «combatientes por la libertad», como igual hizo con
los Talibanes en Afganistán. Para nosotros eran simplemente la
«contra», de contrarrevolución: Aunque por los crímenes que
cometieron contra mujeres, niños y ancianos la palabra debió ser
criminales terroristas.
Pero el 6
de octubre de 1986, el vicepresidente Bush creyó que el mundo se le
venía encima, al conocer una noticia que se volvía mundial: había
sido capturado en las montañas nicaragüenses un estadounidense,
Eugenio Hasenfus, luego que su avión hubiera sido abatido. Estados
Unidos siempre había negado su participación en la guerra
antisandinista, y en los restos del avión se encontraron demasiadas
pruebas sobre ello. Tantas, que el camino iba hasta la puerta del
Consejo Nacional de Seguridad de Estados Unidos, que encabezaba Bush.
Pero no
solo eso.
Es que a
la «Guerra integral antisandinista» se había sumado otro elemento:
su financiamiento con la cocaína colombiana: Esto sucedía en
momentos que el gobierno estadounidense tenía montada una increíble
campaña mediática mundial contra el tráfico de cocaína, donde
Pablo Escobar y otros mafiosos colombianos eran el supuesto objetivo.
Pocos
meses después del derribo del avión, el senador John Kerry, quien
llegaría a ser secretario de Estado del presidente Obama, expondría
un informe donde dejaba en claro que el Consejo Nacional de Seguridad
había negociado con los mafiosos colombianos para que le entregaran
cocaína a la CIA. Esta, en sus aviones, la llevaba hasta bases
militares en territorio estadounidense; la vendían en las calles, y
con el dinero compraban armamento para la contra nicaragüense, pues
el Congreso tenía prohibido financiar sus actividades militares.
George
Bush se salvó de ser destituido porque los partidos Demócrata y
Republicano se pusieron de acuerdo en parar todo aquello. Para acabar
de callar todo, siendo ya presidente invadió a Panamá en diciembre
de 1989 para capturar a su socio narcotraficante, el presidente
Manuel Noriega…
Aún me
emociona ver las imágenes de aquel fornido hombre blanco, de rostro
preocupado, casi con miedo, atado las manos por una simple cuerda que
tira un jovencito, que iba acompañado por otros de su edad. Cumplían
el Servicio Militar Patriótico. El día anterior, el 5 de octubre,
ellos mismos había derribado el avión con un tiro de bazuca, que
los milicianos llamaban orgullosamente “misil”. Los otros dos
yanquis que componían la tripulación murieron.
nica1
La
llegada de Hugo Chávez Frías a la presidencia venezolana no fue
vista con buenos por los Estados Unidos y sus aliados, porque empezó
por exigirle a las transnacionales que pagaran lo que valía el
petróleo. Luego siguió con las nacionalizaciones. Mientras lo
hacía, horror de horrores, reivindicaba la independencia ante los
designios de Washington.
Ya
sabemos la respuesta: empezó la «Guerra integral», la misma
aplicada contra Guatemala, Cuba, Chile, Nicaragua, aunque bien
modernizada al utilizar todos los medios electrónicos y de
comunicación existentes.
No les
resultó un golpe de Estado en abril 2002, porque el pueblo obligó a
los golpistas a devolver la presidencia.
Llegó el
saboteo a la explotación petrolera y a la exportación del crudo,
con los consiguientes efectos sobre todos los renglones de la
economía. Además Washington decidió castigar a quienes le
vendieran productos básicos para la población y la industria.
Llegó la
guerra psicológica, donde casi todos los medios empezaron a culparlo
de los males del país y la región. El fantasma del comunismo con
sus “perversiones” fue lanzado sobre la población.
Se empezó
el cerco diplomático (con la OEA en primera línea, y la Unión
Europea haciendo lo que Washington decida).
La CIA,
junto al criminal Ejército de Colombia y sus narco-paramilitares se
dedicaron a la preparación de los mercenarios venezolanos en
territorio colombiano. Para su financiación, un trozo importante les
fue llegando desde el tráfico de cocaína.
Murió
Chávez por extraño cáncer y asumió Nicolás Maduro. Entonces la
guerra se intensificó hasta lo inimaginable, intensificando su
maldad criminal contra la mayoría de la población, al intentar
doblegar por hambre su lealtad al chavismo.
En marzo
2015 el presidente Obama declara que la seguridad de Estados Unidos
está en peligro por culpa de Venezuela, y por lo tanto declara a la
nación sudamericana amenaza «inusual y extraordinaria». O sea que
la más grande potencia militar del universo y sus alrededores tiene
derecho a defenderse como lo crea necesario.
A toda
esa parafernalia de guerra no declarada, se sumó la decisión del
siguiente presidente, Donald Trump, de pagar por la captura o muerte
del presidente Maduro, del ministro de Defensa, de Diosdado Cabello y
otros dirigentes dizque por narcotraficantes. Mientras se abraza con
el principal narco-Estado del mundo: Colombia.
Ante la
tozudez de la mayoría de la población bolivariana, todo se ha ido
preparando para una invasión. Hasta crearon un pelele, llamado Juan
Guaidó, que se declaró «presidente encargado», como ya había
sucedido en Afganistan, Irak, Iran, Siria. Con la diferencia que esos
peleles por lo menos tenían unas milicias con territorio dentro de
los países. Guaidó, un pelele que no tiene autoridad ni ante un
policía de tránsito.
A la
madrugada de este 4 de mayo un grupo de esos mercenarios intentó
ingresar a Venezuela, desembarcando en unas playas que quedan a una
media hora en carro de Caracas. Fueron capturados. Al día siguiente
otro grupo cayó.
Me
produjo inmenso placer el ver la imagen de un pescador de piel negra,
en chanclas y ‘chores’, con un viejo revolver en la mano, tener
con los brazos en alto, rendidos, a un grupo de mercenarios que
llegaban bien armados.
Más
felicidad me produjo el ver cómo dos mercenarios estadounidenses,
con experiencia en varias guerras por el Medio Oriente, estaban entre
los capturados: los tenían por tierra y esposados con hilos para
pescar. Se dice que uno de ellos hizo parte de la seguridad del
presidente Donald Trump.
En
Washington, Bogotá y otros lares tiene que estar arrepintiéndose se
haberse burlado de esos “incapaces”, de esas “mierditas” que
componen a las Milicias Bolivarianas. Sus integrantes, esos
pescadores, por ejemplo, como parte de la unión cívico-militar, les
han dado en la jeta.
No se por
qué imagino que esos pescadores, hombres y mujeres, de piel negra o
cobriza, les gritaron a esos yanquis: ¿¡Qué se les perdió por
aquí, coño e su madre!?